Retomando este blog (un silencio necesario)
Hace ya unos años que paré de publicar las columnas que escribía en El Comercio en este blog. Luego, paré de escribir el otro blog, que se llama como una de las categorías previamente creadas en este. Hace un par de meses, dejé de escribir «en público» por completo.
Los motivos son varios. La sobrecarga de proyectos actuales —que van a estallar simultáneamente en pocas semanas como fuegos de artificio—, algunos signos de agotamiento o autolimitación y, posiblemente, un cierto giro existencial: a dónde, y por qué.
Creo que el principal detonante tiene que ver con haber cruzado, de una vez por todas, el rubicón del ilusionismo. En febrero de este año hice el examen FISM. Al poco empecé a actuar profesionalmente. Me senté delante de gente que iba a pagar (no amigos, no conocidos, no extraños en un contexto más o menos informal) por que los engañase. De alguna forma, sentí como nunca había sentido el peso de la responsabilidad con el público.
En el teatro, en la ópera, y en el periodismo o la escritura, esa sensación de responsabilidad está hasta cierto punto diluida. Uno la asume, es cierto, la necesita. Pesa y quita el sueño. Pero siempre es posible evadirse. Cuando hay diez pares de ojos quemándote las manos aquí y ahora, no. Porque todo se vuelve mucho más real: acción y reacción son inmediatas.
Esta semana, haciendo cualquier otra cosa, le dije a alguien mi nombre y me reconoció por lo que escribía. Me dio la enhorabuena. Me dijo que había disfrutado con cosas que escribí hace muchos años. No conocía a esa persona: fue como notar de pronto que cristalizaba algo que está escondido, y que no se ve. Como si ese grito solitario que se lanza a la nada desde un escenario o un teclado volviese. Y no por el gusto de que te digan que lo haces bien, sino de que has conectado. Lo que intentabas transmitir llegó.
Cuando eso empieza a pasar, igual que cuando empieza a pasar lo opuesto (que el mensaje llega distorsionado y vuelve como no se espera), nace una angustia considerable. No hay respuesta. El ilusionismo, y la música hasta cierto punto, sí la brindan. Cualquier cosa performativa lo permite.
Por eso los juntaletras y los directores suelen ponerse orgullosos e intentan convencer al mundo de que hacen lo que hacen por y para sí mismos. Pero es mentira. Esto se hace para compartir algo. A veces —demasiadas en algunas épocas— sientes que no tienes mucho que aportar. Ahí se despliegan dos posibilidades inmediatas: salir ahí fuera a buscar aprobación o enmudecer.
Hay otra, la tercera. Esta. Esperar, ponderar y escuchar. Respirar un instante lo que hay. Comprobar si hay retorno. Y, eventualmente, retomar.
Dicho todo lo cual, escribo blogs intermitentemente desde hace suficientes años porque me gusta. A veces, me alivia. Pero, sobre todo, creo que es necesario. A veces, los que nos dedicamos a alguna forma de creación y tenemos más fe en las obras que en los autores lo olvidamos.
Olvidamos que cuando alguien lee tu nombre, oye tu voz o ve tu cara en ciertos contextos quiere saber más. Nos hacemos páginas web. Vendemos los méritos y nos traicionan lo que vemos como deméritos.
Entonces pasan por aquí. Leen un poco, echan un vistazo, cotillean, se forman una opinión inevitable sobre quién eres y qué les estás contando. Sientes la tentación, que tantas veces he sentido yo, de explicarte antes que de comunicarte, porque íntimamente dudas si efectivamente tienes algo que comunicar.
La duda es absurda, claro. El tiempo, la pasión, la solvencia y el peso de una carrera (incipiente o consolidada) siempre dan frutos. Siempre hay algo que contar, aportar, concitar o remover. Aunque de vez en cuando, como ahora, sea necesario un poco de silencio antes de volver a hablar.